Ruidos y silencios

Alberto Gálvez Olaechea
6 min readDec 7, 2022

Comentarios al libro de Rafael Salgado Olivera

Hace unos años una joven amiga, Goya Wilson, me pidió que hiciera la traducción del inglés al castellano de partes de su tesis (que había sustentado en una universidad en Inglaterra, donde estudió), en la cual había recogido los testimonios de varios hijos de compañeros del MRTA que habían estudiado en Cuba, becados por el gobierno de la isla. Era un tema que me tocaba muy de cerca, tanto por haber militado en el MRTA, como porque siempre se me ha planteado la interrogante respecto a cómo ha vivido mi hijo la situación de su padre, y de cómo esto ha afectado su historia personal.

Fue entonces que tuve mi primer contacto con la historia de Rafael Salgado Olivera. Durante esas semanas, mientras traducía del inglés esas vivencias de jóvenes cuya infancia había transcurrido entre visitas a cárceles y entierros de padres muertos, sentí mi mundo interior devastado por el sufrimiento que habíamos infligido a esos seres a los que teníamos mayor obligación de proteger.

Una joven mujer nacida en la cárcel, contaba que su padre, muerto en el Cuzco en un combate, era apenas una foto y unas historias contadas por otros, y su madre, que llegó a la prisión muy joven, había pasado la mayor parte de su vida tras las rejas y no habían gozado de la experiencia de vivir juntas. Otra contaba de su padre muerto en un enfrentamiento con los militares en Molinos (Jauja), de sus hermanitos a quienes debía cuidar como hermana mayor, de cuando la madre fue encarcelada y de su sufrimiento por ser incapaz, a sus escasos siete años, de proteger a los pequeños y mantenerlos juntos. Dos hermanos contaban lo que significó el encarcelamiento de su padre y el tener que ir a visitarlo a Yanamayo primero, y a Castro Castro después, y de cómo esto marcó sus vidas. La historia que Rafael narra en su libro Del silencio y otros ruidos aparece también aquí, aunque de manera sucinta y entretejida con las otras.

Qué importante y qué sanador fue para esos jóvenes juntarse, contarse sus historias, sentir que no estaban solos. Algunos preferían dejar atrás ese pasado doloroso, otros, como Rafael Camilo, apostaron por abrirse al mundo y romper el círculo de miedo que los encerraba en silencio. Ambas opciones son igualmente válidas y obedecen tanto a los dilemas personales como a las circunstancias específicas que vive cada quien (como el riesgo de perder empleos, por ejemplo).

En su libro La Condición humana, Hanna Harendt recupera el concepto griego del héroe. Para estos lo heroico no era sinónimo de valentía o temeridad, sino que se refería a quien tenía una historia y se atrevía a contarla. Y era en ese mostrarse, en el exponerse a la luz pública, donde residía precisamente su valor. Y ese heroísmo de contar su historia es mayor precisamente cuando el mostrarse implica riesgo (y no solo emocional), es salir del confort del silencio para reivindicar sus vulnerabilidades, para mostrar sus heridas y, de esta manera empezar el complicado y no siempre seguro camino de la sanación.

El libro de Rafael Salgado Olivera nos habla de él, de su padre militante del MRTA asesinado por funcionarios del Estado, de su familia. No pretende levantar su voz desde la “inocencia”, sino que a sabiendas de su “culpabilidad”, reivindica el hecho de que estos agentes del Estado no tenían derecho a torturarlo y matarlo y menos aún para que, luego de hacerlo, quedaran protegidos por un manto de impunidad. Eso es lo que subleva el ánimo del autor de El silencio y otros ruidos, y nos introduce en el largo proceso que atraviesa su infancia, su juventud y hasta la madurez en la que hoy se encuentra.

El libro nos muestra el otro gran descubrimiento de Rafael Camilo: que su padre, probadamente torturado y asesinado por agentes del Estado, al punto que la CVR propone la judicialización de su caso, no es una “víctima”. Porque el padre de Rafael Camilo en determinado momento de su vida había sufrido una mutación: se ha convertido en un “terrorista”. Como mutante había perdido la condición humana. Por tal razón, el documento que le habían extendido por error, y en el que se lo reconocía como víctima, es anulado.

Es precisamente en la batalla por la recuperación de la humanidad de su padre que se inscribe el libro de Rafael. Humanizar a ese joven cristiano, que soñaba con la justicia, la solidaridad y la fraternidad, a ese hombre que tuvo un hijo muy temprano, que lo quiso profundamente a su manera, que un día lo mataron y dejó como pesada herencia no solo una vida torturada por la ausencia, los silencios, la vergüenza y los abusos, sino la carga de la necesidad de reivindicar el hecho de que existió, que lo mataron quienes ya lo tenían neutralizado y que, aunque no lo crean, era también un ser humano. Y es que reivindicar la humanidad de su padre es también reivindicar su propia humanidad, y por que no, la humanidad de los dos hijos que ahora tiene.

En El silencio y otros ruidos vemos discurrir la humanidad desgarrada del autor. Nos muestra el impacto de la noticia de la muerte de su padre, de las secuelas que tuvo en su mundo familiar y social, la compleja relación con su madre y su nueva pareja, el abuso sexual al que fue sometido por el director de su colegio, su viaje a Cuba. Un “daño colateral” de la muerte del padre es que la madre pierde el empleo y esto provoca su desclasamiento, es decir su traslado del distrito clasemediero de Pueblo Libre, al barrio popular de San Juan de Lurigancho que recién empieza a formarse. Ir y volver del colegio se vuelve así una suerte de caleidoscopio social, un observatorio de las diversas gradaciones de la escala social limeña.

Su viaje a Cuba es crucial. Primero, porque en sus búsquedas existenciales, la carrera universitaria que había empezado en Lima estaba a la deriva, y recién en la isla encontrará el equilibrio interior que le permitirá culminarla; segundo, porque allá no se siente juzgado ni en peligro; tercero y, sobre todo, porque es el lugar donde encuentra a otros jóvenes con experiencias parecidas a la suya. Ese encuentro, esos diálogos bilaterales y grupales tendrá efectos terapéuticos, que hacen que Rafael Camilo Salgado Olivera decida que no volverá a refugiarse en el silencio. Forman el colectivo HIJXS, promueven eventos, escribe y también incursiona en la pelea legal. En este último campo, como era previsible, va acumulando un fracaso tras otro. Y es que cuando se trata de casos en los que el “terrorismo” está de por medio, las batallas están perdidas de antemano.

Hace poco murió una gran mujer, Hebe de Bonafini, una de las abuelas de la Plaza de Mayo en Argentina. Muchos y en muchas partes del mundo le han rendido homenaje. Pero quizá pocos recuerden que durante la toma de los rehenes en la casa del embajador japonés por el MRTA ella viajó al Perú para ofrecer su intermediación a fin de evitar una salida cruenta. Como era lógico, el gobierno de Fujimori la ignoró. ¿Alguien podría imaginarse a alguna ONG de DDHH del Perú asumir semejante reto? No está en mi ánimo descalificarlas, quiero simplemente dejar constancia de las diferencias y de los pleitos que están en disposición y en condiciones de comprarse cada quien.

Reivindicar a su padre, sin embargo, supone también problematizar su historia. Recuerdo que, en nuestra primera conversación, Rafael Camilo me dijo que, de vivir su padre, lo más probable es que estuviera en una postura diferente a la mía. Y claro, las afinidades, lealtades y vínculos que cada quien estableció en su trayectoria militante, hace prever ciertos derroteros.

Pero surgen otros temas más de fondo. ¿Por qué el MRTA hizo secuestros? ¿Qué pasó con los homosexuales? ¿Por qué se ejecutaron disidentes? Estas y otras preguntas le saltan a la cara y, sin disminuir su batalla por la memoria, Rafael Camilo Salgado Olivera se ve interpelado con asuntos que sucedieron cuando no había nacido o era un niño, que no los conoce y sobre los cuales necesita tener un juicio moral.

Cuenta también el caso de su amigo Abel, hijo de otro dirigente del MRTA, quien decidió el 2016 ser candidato al parlamento. Procedente del distrito de Comas, Abel se presentaba como el “candidato de los barrios”. Sin embargo, la prensa no estaba en absoluto interesada en su programa, sino en mostrarlo como hijo de un terrorista. Y no paró hasta demoler su candidatura.

Hubert Lanssier decía que cuando muriera quería ser enterrado en Perú pues este país no le permitiría “descansar en paz”. Como bien lo saben los enterrados en el demolido Mausoleo de Comas, en este país, ni los muertos pueden descansar en paz.

Aquí termino estas líneas que son una invitación a la lectura de El silencio y otros ruidos, pues lo peor que le podría ocurrir a esta honesta puesta en escena de una vida es condenarla al silencio. En verdad me gustaría que este libro hiciera mucho ruido.

6–12–2022

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