PERÚ EN LLAMAS

Alberto Gálvez Olaechea
18 min readDec 19, 2022

Veintiún muertos son hasta ahora el costo de la crisis política provocada por la ofensiva golpista de la derecha “vacadora” y la declaración de Pedro Castillo en la que anunciaba el cierre del congreso y a la formación de un gobierno de emergencia.

En los últimos cinco años el Perú ha tenido seis presidentes (y ha elegido tres parlamentos y centenares de ministros han circulados por la administración pública, haciéndola más caótica e ineficiente de lo usual). Nada garantiza que en las próximas semanas no tengamos un séptimo.

Debemos rastrear un poco en el pasado si queremos entender lo que pasa y empezar a avizorar las salidas.

Una transición democrática trunca

En noviembre del año 2000, desde la ciudad de Tokio, el entonces presidente Alberto Fujimori Fujimori renunció. Se derrumbaba un régimen hasta hacía poco todopoderoso. Se formó el Gobierno de Transición de Valentín Paniagua quien convocó a unas elecciones. Ganó Alejandro Toledo, la cabeza visible de la oposición durante la última etapa, mientras el fujimorismo no presentó siquiera candidato.

El nuevo gobierno que asumió el 2001, en lugar de desmontar las estructuras autoritarias, así como el modelo económico neoliberal, transó con el pasado en lo que se denominó fujimorismo sin Fujimori. Empresarios, políticos y tecnócratas que habían sido parte del andamiaje fujimorista se reciclaron como demócratas. Las estructuras y prácticas corruptas que, siendo antiguas, habían adquirido durante la década Fujimori dimensiones industriales, se mantuvieron intactas, al punto que hoy Alejandro Toledo está en proceso de extradición de los EEUU por los millones de dólares recibidos de la empresa brasileña Odebrecht.

El 2006 ganó el APRA con Alan García, un astuto político que aglutinó el voto conservador atizando la política del miedo al “chavismo”, erigiéndose en paladín del continuismo. El creciente malestar social fue capitalizado por un oscuro comandante del Ejército, Ollanta Humala, quien obtuvo el 48% de la votación en la segunda vuelta. El 29 octubre del año 2000 este militar y su hermano menor, Antauro, habían realizado un conato de rebelión en el sur del Perú. El 10 de diciembre ambos y su pequeña tropa se rindieron y el 21 de ese mes fueron amnistiados por el Congreso. Ollanta se reincorporó a su carrera militar y Antauro creó con licenciados del Ejército una organización política “etnocacerista”. El levantamiento “etnocacerista” de Andahuaylas del 1 de enero del 2005 produjo cuatro muertos. A los tres días se rindieron. Antauro Humala estuvo preso 18 años, pero catapultó la carrera política de su hermano, quien estuvo cerca de ganar el 2006.

El 2011 Ollanta Humala representaba las fuerzas del cambio, la esperanza de los pobres del Perú, especialmente de las regiones centro y sur andinas que le dieron masivamente su voto. De nuevo ganó la primera vuelta con 30% y para la segunda decidió correrse al centro, en un viraje que le permitió ganar, al costo de transar con los poderes fácticos. La economía siguió en “piloto automático” y las grandes brechas sociales y regionales se mantuvieron intocadas. Las esperanzas populares fueron defraudadas. Lo nuevo de esta elección fue que Keiko Fujimori, quien había podido recuperar la herencia (material y simbólica) de su padre, se convirtió en la figura política de las fuerzas conservadoras. El 6% obtenido el 2006 se convirtió en un 48% en la segunda vuelta. El fujimorismo volvía a ser protagonista nacional. Y este es uno de los vectores que precipitaría la crisis a las profundidades en las que hoy se encuentra.

A dónde nos llevó el mercado

El año 1990 Alberto Fujimori Fujimori ganó las elecciones ofreciendo que no haría el “shock-neoliberal” que proponía su contrincante, el escritor Mario Vargas Llosa. Sin embargo, una vez en el gobierno, implementó el programa económico de su rival de manera corregida y aumentada. Esta orientación se ha mantenido los siguientes treinta años, adquiriendo estatus jurídico en la Constitución de 1993 que relegó al Estado a un rol subsidiario, precarizó el empleo, remató las empresas públicas, abrió las compuertas a los productos e inversiones extranjeras, desnacionalizó aún más la economía y acentuó su carácter primario-exportador.

Este neoliberalismo extremo, como no se dio en otra parte de América Latina (Pinochet no privatizó la gran minería nacionalizada por Allende) fue posible porque vino legitimado por los éxitos del gobierno en la lucha contrasubversiva, porque la prolongada crisis económica había disgregado a los sectores sociales que podían haber ofrecido alguna resistencia (el sindicalismo, por ejemplo, se desvaneció al destruirse la pequeña base industrial y al precarizarse el empleo) y por la crisis profunda de la izquierda política.

Abierto a los vientos de la economía mundial, el Perú se volvió más dependiente de sus oscilaciones. Los primeros quince años del siglo XX la locomotora China elevó los precios de las materias primas y hubo una época de bonanza. Protegidas por contratos-ley, las empresas mineras incrementaron enormemente sus ganancias sin por ello aumentar significativamente los ingresos del Estado ni de las comunidades en cuyos territorios se produce la explotación (pese a dejar enormes pasivos ambientales). Se produjo la paradoja de un país que crecía, pero salvo una leve franja de sectores medios y altos, la mayoría de peruanos no recibía esos beneficios.

El gasto público en sectores como educación y salud se recortaron y se produjo una privatización creciente de estos servicios, lo cual llevó, por ejemplo, a que durante la reciente pandemia del COVID el Estado tuviera apenas poco más de 100 camas UCI para atender la emergencia y no pudiera abastecer la creciente demanda de oxígeno por los pacientes afectados, lo cual hizo que el Perú se situara a la cabeza de las cifras de mortalidad a nivel mundial. Pero mientras la población era vapuleada por el virus, las clínicas privadas lucraban desmesuradamente ante la impotencia del Estado (atado por la Constitución de 1993) para proteger a sus ciudadanos.

El histórico virus de la corrupción

La corrupción es un componente que atraviesa la historia del Perú, pero fue durante el primer gobierno de Alan García (1985–1990) que este proceso se aceleró. Esto resultó tanto del ansia histórica de un viejo partido que nunca había gobernado, como con el hecho de que en esos años se produce el despegue de la actividad corruptora por excelencia: el narcotráfico.

Y si con el APRA la corrupción se expandió, es con Fujimori que se convirtió en una sofisticada industria en que toda la maquinaria del estado se puso a trabajar como un ente corrupto. El cerebro y motor este complejo engranaje fue Vladimiro Montesinos Torres. De diversas formas extraía recursos de las instituciones públicas (especialmente de las FFAA), y de actividades ilícitas (como el narcotráfico y el tráfico de armas) para crear una gigantesca planilla paralela de funcionarios que recibían suculentos ingresos adicionales a cambio de su subordinación. En la historia mundial no hay documentación fílmica tan detallada y elocuente como la existente en los videos grabados por Vladimiro Montesinos. Por su sala pasaron políticos, magistrados, empresarios, funcionarios públicos de primer nivel. Todos ellos salían con sus sobres con miles de dólares en efectivo.

Sin tener ningún cargo oficial (salvo el de asesor del Servicio de Inteligencia) Montesinos fue el verdadero poder tras el trono y el auténtico espíritu del fujimorismo. A sus oficinas llegaban generales de varias estrellas, los empresarios más ricos (buscando favores judiciales) y sobre todo los propietarios de las emisoras de televisión, quienes a cambio de jugosos sobornos ponían sus sistemas de información al servicio del régimen.

Con la democracia la corrupción no retrocedió, sino que también se democratizó y se desconcentró. El gobierno, el parlamento, la judicatura, los gobiernos regionales y los municipios devinieron en entes corruptos. César Álvarez, presidente del gobierno regional de Ancash entre el 2007 y el 2014, manejaba una banda de sicarios que asesinaba a sus eventuales adversarios. El año 2018 IDL-Reporteros, una ONG dedicada al periodismo de Investigación, difundió unos audios que desbarataron una red mafiosa en el Poder Judicial a la que denominaron “Los cuellos Blancos” que cobraba por realizar nombramientos de magistrados y por fabricar sentencias destinadas a favorecer al litigante que pagara. Y no eran casos aislados, sino redes que se extendían abarcando todas las instituciones de la judicatura (Poder Judicial, Fiscalía, Consejo Nacional de la Magistratura).

Pero por sus connotaciones políticas, sin duda el caso estrella es el vinculado con la empresa brasileña Odebrecht, quien pagó sobornos por decenas y hasta cientos de millones de dólares a presidentes, ministros, altos funcionarios y candidatos en campaña, a fin de ser favorecidos con la adjudicación de obras públicas y aceptar valorizaciones que perjudicaban a las finanzas del estado peruano. Cuatro expresidentes, alcaldes, presidentes regionales e infinidad de funcionarios están comprendidos en esta maraña corrupta, que hubiera sido fácilmente cubierta por un sistema de justicia permisivo, si no fuera porque el escándalo venía desde Brasil y no había forma de sacarlo de los reflectores de la opinión pública. Tres expresidentes están siendo procesados por este caso de corrupción y otro (Alan García) se suicidó cuando iba a ser detenido.

Se comprende porqué la política está tan desprestigiada y porqué el parlamento es la institución con peores niveles de aprobación. Desde que la política se convirtió en una rama de los negocios y gestora de intereses privados, el sistema político entró en crisis.

Las elecciones del 2016 y la instalación de la inestabilidad

Con el 48% de los votos obtenido el 2011, Keiko Fujimori se sentía la segura presidenta del 2016. Para tal fin aceitó su maquinaria política, afirmó su liderazgo y se lanzó a la obtención de una bolsa a la cual los empresarios contribuyeron con ingentes recursos.

Obtuvo casi un 40% de los sufragios en la primera vuelta, pero en la segunda una amplia coalición anti-fijumorista la derrotó apenas por 40,000 votos. Obtuvo en cambio mayoría parlamentaria. Incapaz de procesar su derrota utilizó esa mayoría para jaquear al gobierno del empresario derechista Pedro Pablo Kuczynski y no paró hasta lograr su vacancia al cabo dos años de mandato. Si algo hay que agradecerle a Keiko Fujimori es que haya destruido el largo idilio que había entre un amplio sector del pueblo y el apellido Fujimori. Su prepotencia fue tan notoria que la desgastó.

La alianza entre Keiko Fujimori y Martín Vizcarra para vacar a PPK se rompió pronto, pues este último se hartó de ser tratado como un subordinado y a que el Congreso lo tuviera en la mira. Forzó su cierre y convocó a nuevas elecciones parlamentarias, en las que el obcecado lugar del fujimorismo lo ocupó Acción Popular, uno de cuyos representantes, Manuel Merino, impulsó la vacancia de Martín Vizcarra, quien dilapidó su popularidad al vacunarse a escondidas contra el COVID. Merino duró unos días como presidente y fue expulsado por la protesta popular. Francisco Sagasti asumió entonces un gobierno de transición y convocó a elecciones.

El covid y el peor rostro del capitalismo

Durante dos años el mundo entero, y el Perú dentro de él, fueron azotados por el flagelo del virus cuyas consecuencias fueron sanitarias, económicas y políticas. La pandemia sacó a relucir las fracturas sociales, mostró cuan desguarnecidos y abandonados por su estado estaban los ciudadanos, particularmente los más pobres, pero no solo ellos. La ilusión de que habíamos emprendido el camino hacia convertirnos en país del primer mundo quedó al desnudo como una falacia. Que el presidente Martin Vizcarra se vacunara a escondidas (y con él, su mujer) fue la más clara muestra del poco espíritu cívico de quienes asumen funciones públicas.

El sentido común neoliberal que había impregnado tanto la sociedad peruana haciendo del discurso del emprendedurismo una idea extendida, se vio sacudida por la realidad de quienes no tenían donde internar a sus familiares, o tenían que conseguir balones de oxígeno a precios imposibles. Descubrieron de pronto que el mercado no lo era todo.

Las elecciones del 2021 y el voto campesino

En las elecciones del 2021 el rasgo más notable fue la fractura de la derecha en general y del fujimorismo en particular. Tanto así, que Pedro Castillo Terrones, un maestro rural, sindicalista, sin mayor trayectoria política y sin un proyecto articulado de país, se impuso en la primera vuelta de las elecciones con un 19% de los votos. Una pequeña organización de izquierda provinciana y con ideas algo trasnochadas llamada Perú Libre, se vio lanzada en la cresta de una ola que la puso en primer lugar.

Esto fue particularmente resultado del voto de las poblaciones rurales centro y sur andinas que se sintieron representadas por este candidato que usaba el sombrero distintivo de los campesinos de su tierra, la provincia serrana de Chota. Una campaña audaz en el terreno, con propuestas simples, le permitió crecer rápidamente en las últimas semanas previas a la votación. Mientras que los grandes medios se concentraban en atacar a la principal figura de la izquierda, Verónika Mendoza, trataban con complacencia a Castillo, con la idea de que le quitaría votos a la que percibían como favorita de los sectores descontentos de la población.

La dispersión de la derecha hizo que Keiko Fujimori se hiciera del segundo lugar con apenas 13.5% de los votos (frente al 40% de cinco años atrás). En la elección del 2016, la candidata de la izquierda, que había obtenido casi la misma votación de Castillo el 2021, no logró pasar a segunda vuelta, la que se disputó entre dos candidatos de la derecha.

La derecha política y mediática entró en shock pues una versión aparentemente más radical de la izquierda se perfilaba hacia el gobierno, y más aún al descubrir que el entorno del candidato Castillo estaba conformado por sectores a los que se les atribuía vínculos con el “terrorismo”. Apelaron a toda su artillería de agravios y calificativos. Esto fue tan burdo que produjo el efecto contrario.

Pedro Castillo fue un candidato sin claridad conceptual ni expositiva. Sin embargo, se formó una amplia coalición anti-fujimorista que le permitió ganar por poco más de 40,000 votos. El fujimorismo y la derecha extrema se negaron a aceptar el resultado. Alegaron fraude, sin poder acreditar ninguna de sus afirmaciones. A la determinación de los organismos electorales peruanos se sumó la del Departamento de Estado de los EEUU (y en consecuencia de la OEA), y luego de la Unión Europea. La suerte estaba echada y Pedro Castillo juró como presidente el 28 de julio del 2021.

Desde la derecha política, empresarial y mediática, la campaña contra el gobierno de Pedro Castillo fue feroz. Si no habían podido impedir su acceso al gobierno estaban decididos a tumbarlo al más breve plazo posible. Buscarían los votos para hacerlo, cambiarían las leyes que fueran necesarias y esparcirían todo tipo de infamias.

Si algo hay que reconocerle a este sector, es que eran claros en sus propósitos y no se detenían en los medios.

Confusión estratégica

El primer y más grave error de estratégico de Perú Libre y de Castillo, desde el inicio de su gestión, fue el haber renunciado a mantener — y en lo posible ampliar — el bloque de alianzas (más implícita que formal, pero no por eso menos importante) con el espectro de fuerzas anti-neoliberales, democráticas, progresistas y de izquierdas que fueron las que llevaron a Castillo al gobierno como parte de la gran coalición “anti-keikista”. Esta era señal de la carencia de estrategia y de proyecto consistente. Fue paradójico que, siendo conscientes del carácter circunstancial y azaroso de la victoria del “profe” Castillo (lo reconocieron públicamente), no sacasen de ahí las consecuencias del caso.

Una cosa es representar y otra gobernar. El primer gabinete de Pedro Castillo no era un equipo articulado. Se repartieron unos ministerios entre los aliados de la izquierda y otros como retribución de favores o apoyos de campaña. La primera baja la tuvieron a las tres semanas de juramentar. La Marina pidió la cabeza de Héctor Béjar, exguerrillero los 60s, velasquista los 70s y académico de izquierdas en adelante, quien era un hombre calificado para el cargo, pero, ¿estarían dispuestos a sostenerlo frente a las campañas desatadas en su contra? Pronto se despejó la interrogante: se le pidió la renuncia. ¡Qué poca firmeza de partida mostró este gobierno popular!

Menos de tres meses después se produjo la ruptura entre Pedro Castillo y Perú Libre, el partido que lo había llevado al gobierno. En reemplazo de Guido Bellido como premier fue nombrada Mirtha Vásquez, quien había sido presidenta del Congreso, era paisana de Pedro Castillo y provenía de la izquierda moderada, a la que Vladimir Cerrón, líder de Perú Libre, llamaba despectivamente “caviares”. El nuevo gabinete duró poco más de tres meses, cuando la premier renunció en solidaridad con su ministro del interior que exigía apoyo presidencial para depurar el alto mando policial. Entonces Pedro Castillo aprovechó para deshacerse de algunos de sus aliados izquierdistas en gabinete, el médico Hernando Zevallos y los dos ministros de Nuevo Perú, intentando así recomponer sus relaciones con Perú Libre que como premio consuelo recibió el ministerio de salud. ¿Qué llevaba a Pedro Castillo a esos bruscos virajes? Estos sucesivos cambios de gabinete solo contribuían a debilitar al gobierno, mostrando una falta de rumbo desconcertante.

Tras un desafortunado nombramiento de Héctor Valer Pinto como premier, quien duró menos de dos semanas (dejando la patética impresión de incompetencia política para seleccionar personas a tan importantes puestos públicos) fue nombrado premier Aníbal Torres, un abogado especialista en derecho administrativo y viejo profesor universitario. Aunque no tenía experiencia política, carecía de espíritu reformador y en más de un aspecto tenía concepciones conservadoras, era un hombre con muchas agallas y espíritu combativo, dispuesto a batirse en defensa del gobierno de Pedro Castillo contra una derecha política y mediática que no daba tregua. La renuncia de Aníbal Torres y el nombramiento de la congresista Betsy Chávez obedeció a la búsqueda de responder con el cierre del congreso a los afanes golpistas de la derecha.

Los dos poderes, el ejecutivo y el legislativo se dirigían a una colisión.

Los entornos corruptos

Carente de una organización política, el presidente Pedro Castillo se rodeó de un entorno de familiares, colegas maestros y paisanos los cuales asumieron puestos de confianza. Ministerios como el de Transportes y el de Vivienda y Construcción, importantes por los considerables presupuestos asignados a obras públicas que manejan, fueron encargados a personas de trayectoria dudosa y se encuentran hoy implicados en investigaciones por corrupción y uno de ellos se encuentra prófugo.

Al primer secretario general de Palacio de Gobierno, quien despachaba directamente con el presidente, le encontraron en el baño de su oficina 20,000 dólares que no tenía cómo explicar. Tras un período de clandestinidad se entregó a la justicia y empezó a proporcionar información.

Salatiel Marrufo, un alto funcionario del Ministerio de transportes y Comunicaciones, luego de ser detenido declaró a la fiscalía que él y el ministro le entregaron grandes sumas de dinero al presidente Castillo.

Estas declaraciones, filtradas convenientemente por la Fiscalía a la prensa, y debidamente magnificadas por esta, formaban parte de la campaña vacadora de la derecha.

Ciertos o no, estos testimonios (y otros) dados por personas que formaban parte del entorno de confianza de Pedro Castillo dejan, por decir lo menos, la sensación de que no supo elegir a las personas en las que podía confiar.

Lawfare

Si por “lawfare” entendemos el uso de la ley y las instituciones de justicia para realizar una persecución política, estamos aquí ante un caso emblemático. Nunca antes un presidente fue perseguido con tanta saña por la Fiscalía, actuando concertadamente con los medios de comunicación y la derecha “vacadora” en el parlamento. Nunca un fiscal había irrumpido en palacio de gobierno con tanto desparpajo. Y no precisamente porque estemos ante mayores niveles de corrupción, sino porque era un gobierno incómodo del cual querían deshacerse y sentían además que era un gobierno débil.

Los mismos medios que hacían la vista gorda en gobiernos anteriores, cuando estaban en juego gigantescas sumas de dinero, ahora miraban con lupa el más mínimo desliz. La campaña que realizaron fue tan intensa y tan evidentemente sesgada, que han terminado por dañar irreparablemente su reputación. La imagen de una prensa “mermelera”, de una prensa “vendida, se ha instalado fuertemente en amplios sectores de la población que ya no creen en sus denuncias, aunque pudieran ser ciertas. Ese es el costo de jugar partidariamente en lugar de ensayar un mínimo de objetividad.

Tras la ofensiva contra el gobierno de Pedro Castillo y la campaña represiva y propagandística posterior a su destitución, funciona la misma lógica contra-subversiva de hace treinta años. Es el mismo bloque militar-empresarial-mediático. El uso de lo que se ha dado en llamar “terruqueo” es el instrumento de control político más importante, ante la incapacidad de generar consensos. No solo intenta deslegitimar la protesta social sino de situarla en el campo enemigo. Deshumaniza al adversario y al hacerlo, todo está permitido.

El día “D”

El 7 de diciembre pasará a la historia como la fecha en que el Congreso del Perú, bajo la batuta de la derecha extrema, tenía planificado un golpe de estado. Para presionar a los parlamentarios a que se sumaran a sus objetivos, uno tras otro desfilaban por la televisión testigos que afirmaban que Pedro Castillo era un corrupto. Ese mismo día 7 por la mañana, Salatiel Marrufo, un ex-funcionario corrupto, acusaba al presidente ente una comisión del Congreso. Un libreto bien armado y, sobre todo, muy oportuno.

El presidente Pedro Castillo hasta el día anterior había estado preparando su defensa, así lo afirman su abogado y el jefe de su gabinete de asesores. En días previos había consultado si las FFAA lo apoyarían en el cierre del parlamento y recibió la negativa (el comandante general del Ejército renunció a su cargo para no comprometerse). Pedro Castillo se sabía sin respaldo institucional. Incluso Perú Libre, su otrora aliado, mostraba doble cara, pues mientras su líder Vladimir Cerrón decía que no apoyarían la vacancia, en el Congreso su hermano Valdemar votaba con la extrema derecha la admisión a debate de la misma.

Su vicepresidenta y hasta hacía poco, ministra, Dina Boluarte, se preparaba para reemplazarlo y complotaba con sus adversarios. En el Congreso le habían levantado oportunamente las acusaciones que tenía pendientes. Prelibaba una presidencia caída del cielo.

Es en la mañana del 7 de diciembre que Pedro Castillo, al parecer absolutamente solo (pues nadie de su entorno más cercano reconoce ahora haber sido parte de la decisión) elaboró y emitió un mensaje a la nación en el que anunciaba la disolución del congreso, la reorganización de la fiscalía, el poder judicial y el consejo nacional de la magistratura. Tamaño programa se lanzaba desde la absoluta orfandad: sin apoyo militar, sin apoyo político, sin participación de las principales organizaciones sociales. Fue un conato de golpe, casi un saludo a la bandera, un anuncio del cual no se desprendieron consecuencias prácticas pues en los hechos el presidente ya había dejado de serlo aun antes de que el congreso lo vacara.

Sobre las razones que llevaron a Pedro Castillo a emitir semejante pronunciamiento circulan versiones disparatadas, como que estaba drogado, o que lo apuntaron con un arma. Lo cierto es que un hombre acorralado políticamente y judicialmente, jugó con lo único que tenía: su palabra.

La emisión del mensaje fue una bomba. Primero sus ministros fueron renunciando uno tras otro (algunos se tomaron su tiempo para ver como soplaba el viento). El parlamento adelantó su reunión para votar la moción de vacancia, la cual obtuvo 101 votos, superando los 87 requeridos. Poco después, Dina Boluarte, oronda, juraba como presidenta, pretendiendo completar el mandato hasta el 2026.

Sin más compañía que la de su ex-premier Aníbal Torres, Pedro Castillo, derrotado, intentó llegar a la embajada de México a buscar asilo. No pudo. Atollado en medio del tráfico de la ciudad, fue arrestado por su propia escolta y llevado a una dependencia policial, donde quedó detenido. El alto mando de la policía ya había desconocido a Pedro Castillo como presidente antes que el Congreso tomara decisiones. Fue trasladado luego al penal donde cumple condena el expresidente Fujimori y con rapidez inusitada el poder judicial dictó una prisión preventiva de dieciocho meses.

La derecha facha, los que nunca aceptaron su derrota, los que desde el primer día embistieron con el fin de derrocarlo, celebraron la que creían su victoria. Sonrisas obscenas se dibujaban en sus rostros. ¡Por fin habían tumbado a ese cholo advenedizo, a ese terrorista o amigo de terroristas!

Mención especial merecen los medios de comunicación, pues ellos fueron desde siempre los activos agentes promotores de la agenda vacadora. Fue ahí donde tuvieron tribuna los promotores de la vacancia. Fue ahí donde se fue marcando la pauta que condujo el desenlace del 7 de diciembre.

Rebelión Popular

Entonces fue que progresivamente las ondas expansivas de una explosión que había sorprendido a propios y extraños, produjo efectos entre los de abajo. Sin liderazgos nacionales e incluso regionales, los sectores más pobres del Perú se autoconvocaron para rechazar la decisión del parlamento.

Asumen la afrenta contra el presidente como afrenta personal contra los pueblos del Perú, en particular a las regiones del interior. Saben que el desprecio que las derechas y las clases altas sienten por Pedro Castillo es, la verdad sea dicha, el desprecio que sienten por los sectores más pobres y marginados. En los festejos por la vacancia de Pedro Castillo están reflejados el racismo y la prepotencia que caracteriza a quienes se creen los dueños del país. El gobierno de Pedro Castillo en realidad no cambió casi nada de las políticas que venían de atrás, no encontramos medidas que hayan hecho peligrar a los de arriba, ni hayan beneficiado gran cosa a los de abajo. En las declaraciones de los hombres y mujeres sencillos de las poblaciones movilizadas encontramos una constante: no lo dejaron gobernar por ser uno de ellos. Y no dejan de tener razón.

A lo largo y ancho del Perú los pueblos se movilizan, marchan, bloquean carreteras, declaran paros. No hay fuerzas políticas identificables, no hay cabezas visibles. Las redes sociales muestran mucha gente y muchas voces. Es la espontaneidad, es la rabia acumulada contra el racismo y las exclusiones, contra la pobreza y el abandono, de quienes son considerados ciudadanos de segunda categoría.

Los objetivos, al menos por ahora, son maximalistas: elecciones inmediatas, cierre del parlamento, asamblea constituyente, libertad del Pedro Castillo, renuncia de Dina Boluarte. La derecha facha ha desencadenado un huracán que tiene banderas, pero no organización ni liderazgo. Antauro Humala, quien quiso ponerse en la cresta de la ola con posturas tibias, se ha encargado de destruir su reputación entre estos sectores a quienes sentía como su base social.

Hasta ahora la repuesta del gobierno ha sido la represión y los muertos se incrementan día a día. En el parlamento, bastión de la derecha extrema, se niega el adelanto de elecciones que los sepultaría. Aferrados a sus cargos dejan que el país se siga desangrando.

Para encubrir sus propias responsabilidades apelan al fantasma del “terrorismo”. Desaparecidos hace más de dos décadas, Sendero Luminoso y el MRTA, convenientemente resucitan en el discurso del poder para servir de excusa.

No está claro aún cual podría ser el desenlace. Es una situación en que las muertes inflaman aún más la rebeldía. ¿Cuántas más habrá antes de que se encuentre una salida? Dina Boluarte se encargó de provocar a un pueblo ya enardecido; su afán de permanecer en el poder, la conformación de un gabinete de derechas (del cual han comenzado a renunciar ministros como resultado de las muertes) se complementa con la postura de un parlamento en pie de guerra. Esto asegura mayor represión y mayor inestabilidad.

El 28 de junio de 1914 Gavrilo Princip un joven de 19 años, asesinó en Sarajevo al Archiduque Francisco Fernando de Austria, sin imaginar siquiera que con ello activaba la chispa que produjo la gran hecatombe de la primera guerra mundial. Mas de cien años después, en el otro extremo del mundo, un presidente acorralado y aislado, leía con voz poco firme un papel sostenido con manos temblorosas, en el que decretaba medidas imposibles, pero que sirvieron para gatillar una explosión social sin precedentes y cuyo desenlace sigue abierto.

Lima 17 de diciembre del 2023

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