CAMILO

Alberto Gálvez Olaechea
14 min readNov 21, 2022

Su muerte próxima

Nada la hace prever

En el vuelo de la cigarra

Matsuo Basho

Una de las cosas que me propuse al salir en libertad a fines de mayo del 2015 fue viajar. Hacerlo por el Perú y también por otros rumbos.

Mi primera ruta internacional fue el circuito Bolivia, Argentina y Chile por tierra. Había pensado en ella durante toda la última etapa del encierro, cuando se acercaba lenta, pero inexorable, la fecha de la salida. Era un reencuentro con lugares que había transitado en otros tiempos, pero sobre todo con gentes que habían formado parte de mi historia, y a las cuales vería tras casi tres décadas. Había estado antes en La Paz, pero no en Santa Cruz de la Sierra; había deambulado por Buenos Aires (hacía tanto que apenas si la recordaba), pero no por Jujuy y Córdoba. Poco más de un año después de mi liberación, en agosto del 2016 con ilusión, pero con cierta angustia, pues dejaba a mi padre en una situación muy delicada (de hecho, unas semanas después, a días de mi retorno, como si me hubiera estado esperando, falleció).

Apurímac y Cusco fueron mis paradas previas antes de cruzar la frontera por Desaguadero. Los compañeros y compañeras que encontré en el camino me acogieron con fraternidad. Estábamos más viejos, marcados por cicatrices, pero sin amarguras ni resentimientos. Más cautos, pero no renegados. Esperanzados, pero no ilusos. Cada quien cargaba consigo su mochila de sinsabores, frustraciones y sufrimientos. Habían salido del país aún jóvenes y ya engreían nietos. Particularmente emotivo fue volver a ver, después de más de veinte años, a la madre de mi hijo. Nos habían separado el miércoles 6 de mayo de 1992, cuando Fujimori intervino a sangre y fuego el penal Miguel Castro Castro; a ella se la llevaron con nuestro hijo a punto de nacer (lo haría un par de días después). Fue una semana de caminar juntos por Buenos Aires, de reconocernos, de contarnos nuestras aventuras, de consolarnos. Admiré su coraje y su fortaleza para haber afrontado sola (y seguir haciéndolo), con mucha dignidad, esos duros años, primero los de la prisión y luego los del exilio. Al final debí partir con el corazón estrujado

Durante mi paso por la ciudad de La Paz me entrevisté con A., un hombre que había salido huyendo del Perú a inicios de los 90, con apenas veinte años, y que había sentado sus reales en el altiplano. El contacto lo había establecido un amigo común, quien me pidió especialmente que buscara a esta persona. Nos reunimos en un café y hablamos de muchos temas. Me resumió sus avatares, pero el asunto del cual quería hablarme se refería a un amigo suyo, quien había militado en el MRTA y que había desaparecido en algún punto del departamento de San Martín el año 1993. Su nombre era Camilo y al momento tenía 22 años. Su madre y su hermana llevaban años buscando alguna pista que les permitiese dar con sus restos. Ellas vivían en Santiago de Chile, ciudad por la que debía pasar en unas semanas y donde presentaría mi libro “Con la palabra desarmada”. Le dije que durante toda esa etapa yo había estado preso y que no creía tener muchos elementos que aportar a su búsqueda, pero igual le di las señas del evento para que me buscaran y que les dijera estaba dispuesto a ayudar en todo lo que estuviera a mi alcance.

Llegué en bus desde Buenos Aires. Me esperaba Pancho, un viejo amigo y compañero desde los años universitarios. Había sido un viaje largo y algo tedioso, pero quedé impresionado de la magnificencia de las pampas argentinas, un mar verde que se pierde en el horizonte, tierras fecundas sobre las que se edifica la riqueza de este país. Una de las cosas que llamó mi atención es lo rápido que se llega de la argentina Mendoza a Santiago de Chile, ¡qué cerca esta la frontera de la capital chilena! Terminas de bajar los andes y ahí estás, casi de bruces, en Santiago.

Mi libro se presentó en el local de Le Monde Diplonatique (edición chilena), que además de ser una librería, tiene habilitado en su segundo piso un amplio salón donde regularmente se realizan diversas actividades culturales, especialmente presentaciones de libros. Entre treinta y cuarenta personas llegaron esa noche y tuvimos un intercambio productivo en donde debí responder diversas interrogantes planteadas por los peruanos y chilenos asistentes. Al final hubo la clásica firma de las dedicatorias de los libros y los saludos con los conocidos presentes, entre quienes se encontraba mi querida amiga Sibyla Arredondo.

Cuando todo terminaba y ya debíamos retirarnos, se acercaron dos mujeres, una mayor y otra más joven, madre e hija sin duda por el parecido. Eran las personas que me buscarían de parte de A. Nos saludamos y lo que al principio pareció ser un rostro desconocido, poco a poco se me fue haciendo familiar. Soy Ofelia, “la chola”, ¿me recuerdas? Entonces todo se iluminó.

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A mitad de la década de los 70s, posiblemente en 1976, conocí a una pareja, un peruano y chilena que habían llegado al Perú huyendo de la dictadura de Pinochet. Habían militado en el MIR Chileno, resistiendo hasta donde habían podido, pero la situación se hacía insostenible y tenían que proteger a sus dos hijos pequeños: Ernesto y Camilo.

En el Perú, como era lógico, establecieron contacto con los del MIR peruano. No recuerdo las circunstancias específicas, solo que en esos años empecé a frecuentar la casita que habían alquilado en San Miguel y donde, a pesar de la modestia, siempre había mucho afecto, una taza de café y abundante conversación. Eran Carlos y Ofelia, pero preferían que los llamáramos “el cholo” y “la chola”. Y así los retuve en la memoria hasta nuestro reencuentro algunas décadas más tarde.

Ella era maestra de la especialidad de matemáticas. Él un maestro carpintero, un virtuoso de la madera, que se había especializado en confeccionar juguetes educativos para niños. Además “el cholo” sabía mucho sobre técnicas de propaganda e impresiones, saberes que transmitía con entusiasmo y paciencia.

Mientras los mayores conversábamos, los niños correteaban por los alrededores, divirtiéndose y peleando a la vez. Inseparables. A fines de los 70s o inicios de los 80s se sumó al grupo Tamara, peruanita ella, a diferencia de los chilenitos mayores.

A inicios de la década de 1980 a la pareja se le abrió la posibilidad de trabajar para un organismo internacional en temas educativos. Entonces levantaron la carpa y partieron los cinco rumbo al África. Camilo y Ernesto bordeaban los diez años y Tamara, la pequeña, aprendía a caminar y sus primeras palabras. Fue por entonces que les perdí el rastro.

Después de este larguísimo paréntesis de treintaicinco años, así, repentinamente, diría que casi mágicamente, los caminos se volvieron a cruzar. Resultó que el Camilo de esta historia era ni más ni menos que el pequeño cuya casa había frecuentado y cuyos padres eran mis buenos amigos y compañeros de aventuras, y con quienes me volvía a encontrar después de tanto tiempo.

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Tras pasar unos años en la república independiente de Sao Tomé e Principe, la pareja se separó. Entiendo que Carlos se instaló en Portugal por un tiempo, de donde volvió al Perú. Ofelia, por su lado, luego de pasar un poco tiempo en Perú, siguió el camino de regreso a Chile con la ola de retornantes al fin de la dictadura. Con ella fueron Tamara y Camilo, mientras que Ernesto permanecía en Perú con su padre.

El tiempo había convertido a estos dos niños traviesos en adolescentes inquietos y nada fáciles de manejar. Habían recorrido países y continentes, habían confrontado diversas culturas, habían leído mucho y vivido más. Su sed de horizontes no calzaba mucho con la estrechez de las escuelas.

Ya eran jóvenes que empezaban a tomar sus propias decisiones. Se produce entonces un “enroque”. Ernesto se va para Chile y Camilo vuelve al Perú. Aquí Camilo, que ya tiene veinte años, establecerá un vínculo con el MRTA. Primero colaborando en pequeñas tareas, pero luego involucrándose plenamente. Su amigo A., quien lo acompañó en esos inicios, no llegó tan lejos. Optó por la prudencia y luego del autogolpe del 5 de abril de 1992 se marchó para Bolivia, donde finalmente se asentó.

Hacia el 17 de agosto de 1992 Camilo se va al monte. La fecha es aproximada, pues las amigas que lo despidieron no recuerdan con exactitud, pero una tiene claro que fue poco después de su llegada de un viaje del extranjero el 15 de agosto. El rastreo de Ofelia y Tamara indica que a su llegada a San Martín se integró a la columna “Roger López” del MRTA. Testigos señalan que participó en una escuela político-militar que dirigió Miguel Rincón Rincón en el valle del río Shanusi, próximo a Yurimaguas. Preparaban entonces una acción de envergadura, que sería la toma de Moyobamba. Pretendían que fuera una de las clásicas acciones espectaculares del MRTA con la cual concitar la atención de la opinión pública. Todo indica que tenían la intención de realizar alguna declaración o propuesta impactante. Claro que la condición era éxito. Y no hubo tal.

El 1 de enero de 1993 destacamentos del MRTA incursionaron en Moyobamba, la capital del departamento de San Martín. Eran varias decenas de combatientes (hay versiones de que habrían sido unos doscientos) encabezados por Néstor Cerpa Cartolini, el comandante Evaristo. De alguna manera las fuerzas de seguridad se habían enterado del ataque y los esperaban. De modo tal que, sin el factor sorpresa jugando a su favor, todo se les hizo cuesta arriba. Ocuparon la ciudad en la madrugada, pero no consiguieron tomar ninguno de los puestos policiales, donde los efectivos del orden, bien parapetados, los repelieron.

Tras unas horas de enfrentamiento y al clarear el día, los combatientes del MRTA se replegaron sin alcanzar sus objetivos. Procedieron a dispersarse. Camilo, a quien se le había sido asignado como misión realizar una emboscada en caso de que llegaran refuerzos desde Tarapoto, se retiró sin incidentes junto a sus compañeros. Sin embargo, los militares lanzarían de inmediato una fuerte contraofensiva que fue desgastando a los subversivos. Entre marzo y abril de 1993 la columna de Camilo permaneció por la zona de San Miguel del Río Mayo. Ahí el joven combatiente hace esfuerzos de formar políticamente a sus compañeros y a los simpatizantes campesinos. Pese a lo difícil de la situación él mantiene su optimismo y su coraje. Presionados por el cerco, se repliegan hacia la zona de Yurimaguas y en un enfrentamiento en la quebrada de Carachamera, Camilo es herido seriamente en una pierna.

El 1 de mayo de 1993 mediante un operativo de inteligencia, es detenida Lucero Cumpa Miranda, quien hacía poco había asumido el mando del frente Nor-oriental. En su remplazo quedó Andrés Mendoza, conocido como “Grillo”, un combatiente lugareño con alguna experiencia militar pero escasa formación política, quien no supo qué hacer con el poder que le ha caído encima. Entre tanto se ha destado una intensa campaña de llamados al arrepentimiento, en la que participan la iglesia local y sus familiares: llamamientos por la radio iban minando la moral del grupo y de sus mandos. El 22 de junio de 1993 este jefe subversivo se acogerá a la “ley de arrepentimiento”, arrastrando consigo decenas de combatientes. De modo tal que la estructura militar del MRTA, que apenas unas semanas antes parecía un pequeño ejército aguerrido, se desmorona cual castillo de naipes.

El mando de la columna en la que estaba Camilo, Juan José Vela del Águila, conocido como JJ, siguiendo el ejemplo y los llamamientos de “Grillo”, decide acogerse también a la ley de arrepentimiento. Camilo se opone. Pese a estar herido, se niega a abandonar la lucha. Sus propios compañeros lo desarman. Camilo tiene apenas 22 años, pero es un joven con carácter y con un bagaje de lecturas y experiencias (y una historia familiar) que le daban una inusitada firmeza en sus convicciones. Mientras que, los combatientes lugareños, desmoralizados por la caída de unos mandos y arrepentimiento de otros, jaqueados por la ofensiva del ejército, están más predispuestos a dejar las armas.

Se ha logrado averiguar que murió en julio de 1993, pero no están claras ni autoría ni las circunstancias concretas. Se sabe que estaba recuperándose en una casa, atendido por campesinos de lugar. Una versión señala que el asesinato habría sido obra de los ronderos, quienes temían las represalias de los militares si encontraban un “terruco” en su territorio. Pero no se descarta que fueran sus propios compañeros, quienes en su desesperación por deshacerse de alguien que no les hacía fácil el camino del arrepentimiento optaron por ejecutarlo (este tipo de desenlace, con toda su carga de dramática amargura, se ha producido en circunstancias parecidas, en otros lugares). Lo que abona a la primera posibilidad es que un rondero habría estado usando el reloj de Camilo. Tamara y Ofelia llegaron a averiguar que fueron tres personas las que ingresaron a la choza donde Camilo se recuperaba de su herida, le metieron un tiro y lo dejaron abandonado.

Unos campesinos del lugar lo enterraron cerca al río, pensando que su familia podría buscarlo un día. Al poco tiempo decidieron trasladar los restos a un terreno más alto, para evitar que una crecida del río pudiera llevarse el cuerpo. ¿Por qué lo hicieron? ¿Qué los llevó a cuidar el cadáver de alguien asesinado en estas circunstancias? ¿Compasión? ¿Respeto? ¿Sentimiento de culpa? Quizá un poco de todo esto. Sin embargo, gracias a ello su madre y su hermana pudieron recuperar los restos de Camilo casi treinta años después.

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Antes de mi viaje por los pagos del sur había podido reencontrarme con Carlos. Fue de un modo completamente accidental. Había ido a ver una obra de teatro al local de la Asociación de Artistas Aficionados en el centro de Lima. Como estuve temprano, me puse a curiosear por los distintos ambientes de esta antigua casona. En uno de los salones un grupo de personas parecían estudiar, pues se les veía debatir animadamente. Formaban un círculo y hablaban del dramaturgo Bertold Brecht. Me interesó el tema y me quedé parado en la amplia ventana escuchando un momento. Eran cerca de una decena de mujeres y un solo hombre un poco mayor. Cuando este volvió el rostro y me miró nos reconocimos de inmediato. ¡Era Carlos, el “cholo”! Como treintaicinco años de distancia desde la última vez que nos habíamos visto. Se levantó y fue a mi encuentro. Nos abrazamos.

Me dijo que era un grupo de estudios que analizaba la obra de Brecht desde una perspectiva filosófica, teniendo como referencia a Lukacs, si mal no recuerdo. Y es que Carlos era así, un artesano diestro con las manos, pero a la vez un intelectual abierto a las más diversas disciplinas del saber.

Quedamos en encontrarnos en otra ocasión y esta vez pudimos hablar largo de nuestras vidas, tras el prolongado paréntesis. Me contó de sus viajes, de su primera separación, de su segunda familia, de su segunda separación. Me dijo que vivía por el Callao y que seguía haciendo juguetes educativos de madera (cuando tiempo después hablé de su fallecimiento en mi muro de Facebook, una amiga suya del Callao, comentó que ahí lo conocían como “Gepeto”, el padre de Pinocho), e incluso me regaló unos para mi nieto. Sin embargo, no mencionó una palabra sobre Camilo, a pesar de que este había estado viviendo con él hasta que se fue al monte a sumarse a la guerrilla.

Carlos había asumido la pérdida de su hijo con mucha entereza. Tengo la impresión que para morigerar el dolor de la pérdida asumió una postura de negación: sabía perfectamente que Camilo al cabo de tantos años que habían pasado no podía estar vivo. Él decía, sin embargo, que su hijo vivía en cada joven que luchaba en cualquier lugar del mundo. “Todo joven rebelde es Camilo”, me dijo, poniendo punto final a mis intentos de entender. No quise hurgar más en esa herida.

La última vez que nos vimos fue a visitarme al hospital cuando me alistaba para una delicada operación del corazón. Era un tipo de una amplia cultura y un gran conversador y el rato se pasó volando. De ahí vino la pandemia y en el transcurso de esta, cierto día lo hallaron muerto en su casa. Vivía solo. Sus hijos vinieron de Chile y Portugal para las exequias. Estuve en el pequeño grupo al que se permitió acompañar sus restos hasta donde ahora reposan.

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Pero Ofelia (la madre) y Tamara (la hermana) jamás se resignaron a que Camilo fuera simplemente un “desaparecido”, alguien que de pronto se evaporó o, lo que es peor, que tal vez nunca existió. Necesitaban algo de él para cerrar un duelo que duraba ya dos décadas.

Y desde Chile donde residen, empezaron una amplia y tenaz actividad detectivesca. Durante varios años usaron sus vacaciones para venir al Perú y, pieza a pieza, ir armando el rompecabezas de su itinerario final. Cuando nos encontramos en agosto del 2016 habían avanzado buen trecho. Habían logrado rastrear su recorrido desde su partida de Lima a su llegada a la selva. Sabían la zona aproximada donde había estado por última vez. Varios de los que habían estado con él lo recordaban perfectamente; no había forma de que no llamara la atención: joven citadino (sus últimas fotos lo muestran como un muchacho alto y guapo), leído, viajado y bien hablado. No lo olvidarían nunca esos jóvenes, la inmensa mayoría de ellos campesinos lugareños.

Lenta, pero inexorablemente Camilo iba volviendo tras sus pasos. El principal inconveniente era el miedo. Miedo a hablar, miedo a comprometerse, miedo a eventuales venganzas. En cada sitio a donde iban y a cada persona con la que hablaban, ellas decían machaconamente una y otra vez, que no buscaban culpables, que no querían venganzas, ni siquiera justicia, que solo querían recuperar los restos del Camilo, unos huesos, mechones de cabello, lo que fuera que pudieran conseguir, para terminar su duelo, para empezar a cerrar una herida que estaba ya mucho tiempo abierta. Quizá el hecho de que fueran dos mujeres, una de ellas ya bastante mayor (aunque con más de 80 años Ofelia tiene una vitalidad impresionante), y además chilenas, permitió que se abrieran las fisuras por donde el rastro de Camilo afloró. Una cosa llevó a la otra, una persona condujo a otra, y finalmente la madeja se terminó de desenredar.

El miércoles 12 de abril del 2017, en semana santa, Camilo volvió a nacer, es decir, dejó de ser una entelequia, una ilusión y cobró materialidad en unos huesos metidos en un saco.

El campesino que llevó a Tamara a donde yacían los restos de Camilo no dudó en reconocerlo cuando ella se lo describió y le mostró la foto. La llevó primero al sitio donde lo habían enterrado cerca al río y luego a donde se había trasladado después los restos: protegidos en una parte más alta , porque tenían la certeza de que su familia llegaría a buscarlo un día. Habían pasado veinticuatro largos años desde la muerte de Camilo y este campesino, pacientemente, había aguardado la llegada de Tamara y Ofelia para recuperar esa parte de ellas que nunca había dejado de hacerles falta.

Vendría luego el largo proceso legal para el levantamiento del cadáver, la identificación plena y la eventual repatriación de sus restos a Chile, donde reside su familia. El camino es, sin embargo, escabroso. Si la justicia peruana es lerda con los vivos, podemos imaginarnos lo que ocurre con los muertos. Esta es, pues, una historia aún inconclusa que terminarán de contarla, espero que pronto, Ofelia y Tamara.

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En su novela autobiográfica “El último hombre”, Albert Camus cuenta que, cumpliendo una promesa hecha a su madre quien vivía en Argelia, fue a visitar la tumba de su padre, al que no conoció, pues había muerto durante la primera guerra mundial. Ese hombre no tenía mayor significado para Camus; era apenas una foto desteñida que su madre guardaba en su baúl de recuerdos. Viaja al lugar en tren. El guardián del cementerio, en el norte de Francia, le da las señas de la ubicación exacta de la tumba. Llega y la observa sin otro sentimiento que la curiosidad. De pronto lee con atención las fechas de nacimiento y muerte. Ese hombre, que fue su padre, había muerto con poco más de veinte años. Camus, que tiene ya más de cuarenta, se estremece conmovido al percatarse que aquel hombre, que fue su padre, había muerto siendo casi un niño.

La misma sensación que me produce mirar estas fechas:

Camilo Jerí Salgado

Chile, 17 de mayo de 1971. Selva de San Martín, julio de 1993.

Perú, 21 de Noviembre del 2022

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